Pataz: oro, violencia y la sombra del Estado ausente cuando más se le necesita Pataz: oro, violencia y la sombra del Estado, cámara Minera del Perú Pataz oro, violencia y la sombra del Estado, cámara Minera del Perú

Pataz: oro, violencia y la sombra del Estado ausente cuando más se le necesita


¿Quiénes son los verdaderos responsables detrás de la tragedia?


Pataz: oro, violencia y la sombra del Estado ausente cuando más se le necesita

Los primeros rastros del crimen organizado en la minería de Pataz se remontan al año 2019. Informes elaborados por la Comisión de Energía y Minas del Congreso - entonces bajo la presidencia de Greco Quiroz - daban cuenta de un escenario cada vez más alarmante: los pobladores empezaban a denunciar públicamente una explotación aurífera cada vez más intensa, descontrolada y fuera de todo marco legal.

“El foco del conflicto se situaba principalmente en el distrito de Pataz y en el centro poblado de Vijus”, señaló el entonces congresista.


Posteriormente, en el alba del 2 de diciembre de 2023, la tranquilidad aparente de la sierra liberteña se quebró con el estruendo seco de explosivos y disparos. En el nivel 2995 de la mina Poderosa, trascendió un escenario de horror: diez trabajadores abatidos, treinta heridos, el terror tatuado en el rostro de quienes vieron la muerte de cerca.

 

Aquello no fue un hecho aislado, sino el detonante de una guerra sin cuartel entre minería formal y bandas criminales que aspiraban a hacerse del oro de Pataz.

 

Esa madrugada dejó claro que había un nuevo poder en ascenso. Los mineros ilegales, otrora aliados circunstanciales, se transformaron en actores armados: Los Pulpos, Tren de Aragua, La Gran Familia.

 

Con tecnologías de primer nivel y fusiles, habían pasado de custodios a capitanes del territorio aurífero. En medio, la empresa Poderosa, símbolo de legalidad, quedó reducida a blanco móvil: torres de alta tensión saboteadas, cortes de energía como cortina para disparos, una emboscada tras otra.

 

El 11 de noviembre de 2024 se registró la masacre de una mina satélite, El Río, en Pueblo Nuevo. Cuatro trabajadores fueron ejecutados con disparos en la cabeza, su cuerpo depositado en una vagoneta, el socavón derrumbado para borrar pruebas.

 

Así, el terror se encapsulaba en bocaminas, dejando un mensaje claro: quien controle el subsuelo, controla el oro.

 

Pero el 25 de abril de 2025 fue un abismo más hondo. Trece agentes de seguridad de la contratista R&R, vinculada a Poderosa, marcharon confiados a su destino; no regresaron.

 

Fueron capturados por una red paramilitar delictiva, llegados desde las mismas entrañas del subsuelo. Una semana después, el domingo 4 de mayo, sus cuerpos fueron hallados en un socavón: maniatados, con disparos en la nuca, despojados de su identidad y su dignidad.

 

Videograbados mientras eran ejecutados, esos minutos atrozmente difundidos mostraban al país que, en Pataz, el Estado no solo es tibio y tardío: está ausente.

 

La explicación oficial tardó en llegar y, cuando lo hizo, lo hizo con tonos defensivos y escépticos. El premier Adrianzén cuestionó veracidad y procedencia de los trabajadores.

 

Fue demasiado poco, demasiado tarde. Fue solo cuando los medios mostraron las caras de las víctimas con el tiro de gracia en la nuca que el gobierno decidió declarar toque de queda, aislar Pataz, dar un estado de emergencia de 30 días con restricciones mineras, toque policial y militar . Medidas tardías, aisladas y sin una hoja de ruta sostenible.

 

Desde 2019, Pataz venía siendo advertida por Congresos, Defensoría y gremios mineros: el aumento del precio internacional del oro, sumado al vacío en gestión y control, generó el caldo de cultivo para el crimen organizado. A pesar de ello, el presupuesto anticrimen cayó un sorprendente 34% desde 2019.

 

Hoy Pataz es la síntesis de un país fracturado: el Estado que promete reaparece solo para exhibir escenas dantescas ya consumadas, sin capacidad de anticipar, contener ni proteger. Empresas formales que invierten en seguridad masiva -Poderosa citaba 39 muertes como saldo en sus filas- conviven con redes mineras que articulan blanqueo por REINFO, narcotráfico y sicariato.

 

La pregunta central no es si Pataz será nuevamente blanco. Esa es dramáticamente previsible. La gran pregunta es si el Estado y los legisladores harán algo más que reaccionar a sangre y muerte, o si este relato se escribe de nuevo dentro de unos meses.

 

Porque en esa tierra, donde el oro brilla sobre la violencia, cada gramo se vende con vidas interpuestas. Debemos exigir claridad: solo reconociendo la falla sistémica, la complicidad pública y la ausencia efectiva del Estado -todos pilares en la narrativa de Pataz-, puede resolverse el enigma letal que hoy define a esta provincia.

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